Y, sin embargo, el fogonero ya no parecía abrigar ninguna esperanza. Tenía metidas las manos, a medias, en el cinturón de los pantalones que, junto con una raya de su camisa de fantasía, se había salido a causa de sus ademanes agitados. Esto no le preocupaba en absoluto; él había contado todas sus penas, ¡que vieran, pues, ahora también esos pocos harapos que llevaba sobre su cuerpo, y luego que lo echaran afuera! A él se le ocurría que el ordenanza y Schubal, los dos de categoría inferior entre todos los presentes, tenían que hacerle este último favor. Schubal se quedaría tranquilo entonces y ya no se desesperaría, según había expresado el cajero mayor. El capitán podría contratar sólo a rumanos, en todas partes se hablaría el rumano y tal vez todo marcharía realmente mejor. Ya ningún fogonero iría con su charla a la caja principal, sólo esta última charla suya quedaría en el recuerdo, en un recuerdo bastante grato, ya que, tal como el senador lo había destacado expresamente, había sido el motivo indirecto para reconocer a su sobrino. Por otra parte, ya antes ese sobrino repetidas veces había tratado de serle útil, demostrándole así por anticipado su gratitud, más que suficiente, por el servicio que le prestó con motivo del reconocimiento; no se le ocurría al fogonero pedirle ahora cosa alguna. Por lo demás, aun siendo sobrino del senador, distaba mucho todavía de ser un capitán, y de boca del capitán caería finalmente la sentencia aciaga. Según su modo de ver las cosas, el fogonero procuraba por lo tanto no dirigirle la mirada a Karl, pero por desgracia no quedaba en aquel cuarto, lleno de enemigos, otro sitio donde pudieran reposar sus ojos.
domingo, 11 de diciembre de 2011
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